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lunes, 21 de abril de 2025

RELATOS GANADORES DEL CONCURSO DE MICRORRELATOS "PUEBLOS PASADOS, PUEBLOS PRESENTES"

PRIMER PREMIO: 

Pseudónimo: Corneja de los augurios
Nombre: Jesús Díaz Díaz

¡Esta vez sí! 

  Salió de casa entre dos luces, arrebujada en el mantón negro. Llevaba la bolsita al cuello y las candelas. Dejó atrás las casas y, al llegar a los prados, respiró aliviada. Embozada, avanzó entre las cercas sinuosas. 

 En la encrucijada, acarició los agallones del crucero, susurró la plegaria y se persignó. Hay que hacerlo todo bien. 

 La escasa luz la hacía tropezar. Sonaban tintineos lejanos. Se detuvo en la ermita, rezó la jaculatoria, se santiguó y tomó el camino del río.  

La marcha fue muy larga: sonidos reptantes entre las zarzas, rumores oscuros en los espinos. Llegó al encinar de las ánimas. Un aire helado le lamió la nuca.  Hay que hacerlo todo bien. Farfulló el trisagio. Ramas como garras, raíces serpientes, troncos con fauces. Avanzó, tropezó, siguió.  

 Con el corazón desbocado, vislumbró la peña. La noche había caído.  Al frente, sobre el castillo desmochado titilaban las estrellas y brillaba el Carro. 

  Se signó de hinojos ante la roca. Subió. En un pocillo agonizaba una candela. Sacó las suyas de la faltriquera, las encendió y murmuró la ofrenda, apretando la bolsita. Luego se tumbó boca abajo sobre la piedra caliente. Imploró. Esperó. 

El viento se detuvo. La roca latía bajo su pecho. Entonces, la iluminación. 

Se incorporó febril, dejó caer el mantón, se soltó la melena, se arremangó la saya. Se dispuso sobre el esbaradero. Su carne ardiendo contra la roca sagrada. 

Cerró los ojos. Se entregó. 

Comenzó el descenso. 

El contacto abrasó su piel desnuda. La piedra la reclamó, la tomó. Se abrió en ella. Se deshizo en su abrazo. Jadeos. Calor abismal. Un fulgor subió por su vientre, horadó su pecho, estalló en su garganta. 

Las estrellas giraron, el Carro explotó en un resplandor cegador. 

Cuando se alzó, arrobada, dentro de ella ardía la certeza: ¡esta vez sí! 




SEGUNDO PREMIO: 

Pseudónimo: Jade
Nombre: Zayra Abascal Múgica


El segundo útero 

Nahual llegó con lo justo: una maleta, un niño de ojos grandes, y un pasado que pesaba más que el equipaje. 
Venía de lejos, tan lejos como sus recuerdos. No hablaba el idioma, pero sí entendía el silencio, la espera, el frío. Y ahora llegaba a otro pueblo, desconocido, pero lleno de presente. 
Había llegado al mundo rural español por necesidad… y sin saberlo, también por destino. 

El pueblo la miró con esa mezcla de curiosidad y prudencia, como quien abre la puerta sin del todo saber quién llama. Pero fue suficiente una sonrisa, una mano que le ofreció pan, otra que le explicó cómo funcionaba el autobús escolar. 
Su hijo corrió entre los olivos como si fueran suyos desde siempre. Y entonces, algo empezó a florecer. 

Nahual aprendió palabras nuevas cada día. Pan, hola, gracias. Pero aprendió sobre todo que el idioma del amor no necesita traducción. 
Una vecina le dejó una manta en la puerta. 
Un abuelo le enseñó a sembrar. 
El maestro le habló despacio para que entendiera todo. 
El carnicero le regaló un hueso para hacer caldo. 
Y ella… les regaló su dignidad, su fuerza y su gratitud callada. 

El pueblo no le pidió que olvidara quién era. Le pidió que se quedara. 
Y Nahual entendió que ese lugar —con sus tejados viejos, su calma, su gente buena— era como un segundo útero: uno donde nacer de nuevo, esta vez, sin miedo. 

En medio del campo, Nahual y su hijo encontraron algo que no estaba en los mapas: 
una nueva raíz. Una segunda vida. Una bienvenida sin fronteras.  




TERCER PREMIO: 

Pseudónimo: Carlina Angélica
Nombre: Fernando Zamora Martín


Aquel verano Perico me enseñó a cazar ranas, y también a implarlas; a mear en los hormigueros; a trepar árboles para observar nidos y robar cerezas; a buscar piedras de colores; a montar de un brinco los burros por detrás, sin miedo a que una coz te reventara el alma; y a trillar la parva, y a jugar con las agallas, y a llevar la yunta, y a saltar paredes, y a soplar el caño del pilón para esconder el agua… Perico me llevó al potro de herrar las vacas para hacerme el valiente pasando mis tiernas manos por sus ásperos cuernos, y también me reveló el secreto de la cucaña. A cambio, yo solo supe contarle historias mientras mirábamos las nubes flotar en el cielo, echados en un prao, con una pajita de heno entre los labios (eso también me lo enseñó Perico). Perico se reía, se entristecía, se enfurecía. Me divertía ver cómo mis relatos lo transformaban. Un día, se retiró la pajita de la boca y mirándome me dijo: «Cómo me gustaría saber contar historias como tú… ¿De dónde las sacas?». Pero yo me encogí de hombros y me guardé el secreto. Ni siquiera se lo revelé cuando al despedirnos aquel verano me dio las gracias y me regaló una piedra rosa que aún conservo. Cuando me harta la vida, acaricio la piedra y evoco la felicidad perdida, pero entonces sacudo la cabeza y recuerdo el secreto de la cucaña, el que me reveló Perico: «apretar los dientes, saber sufrir y nunca, nunca, mirar atrás». Y me arrepiento por no haberle revelado el mío: que las historias me las soplaban las formas de aquellas nubes que veíamos pasar por el cielo. Solo eso, Perico.

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